Corrían los
primero años de la década de los 80. En el radiador que había junto a mi
pupitre, los bocadillos luchaban por hacerse un hueco en el que esperar la hora
del recreo. La Srta. Conchi se afanaba por explicarnos la lección de lenguaje.
Faltaron las fotocopias y ella me pidió que me acercara a la secretaria del
colegio para que me hicieran más copias.
No estaba
seguro de saber llegar, es más, creo que me perdí en el trayecto. Los largos
pasillos del Colegio de los Escolapios de Albacete, eran mucho para mis cortas
piernas. Aquel olor a material escolar me encantaba. Conforme iba avanzando
podía escuchar la vida del interior de las aulas. Tras una puerta una poesía,
tras otra números, tras la siguiente una oración, más adelante el tocadiscos de
D. Diego del Rey me regalaba un trocito del “Cascanueces” . Casi al final del
pasillo la voz andaluza de D. José María en el gimnasio, animaba a los alumnos a cantar “Margarita se llama mi
amor”, mientras calentaban.
Dos escalones
y me encontraba ya en el precioso patio central, con sus enormes columnas y
jarrones. A la izquierda la escalinata de mármol, rematada con la hermosa
vidriera de San José de Calasanz: “Piedad y Letras”. Después la portería, la
puerta de salida a la calle y un poco antes del salón de actos, por fin
encontré la secretaría.
Nada más
entrar me encontré con el mueble de la recepción que era mucho más alto que yo.
No veo nada, solo percibo el olor a un cigarro recién encendido y escucho que
alguien teclea la máquina de escribir tras el mueble. Descubro un hueco por el
que me puedo asomar y veo a un señor que
muy atento mira un listado ayudado de una regla…
Parece tan ocupado
en su trabajo que siento miedo de interrumpirle, pero en clase me esperan para
entregar las copias. Tomo fuerzas y desde aquella ranura me atrevo a decir:
¿Perdone?.
El Señor
levanta la cabeza y al no ver a nadie por encima del mueble, mira rápidamente a
esa ranura en la que me encuentro. Por lo visto no era la primera vez que un
niño le llamaba desde allí.
Se puso de
pie. Era altísimo y muy delgado. Con voz
grave y alargando el saludo me dijo:¡ HOLAAAAAA!
Era el Padre
Camps, que sonriéndome como si me conociera de toda la vida salió a mi
encuentro. Recuerdo que me sentí querido con su mirada, con su sonrisa, con su simpatía.
Me parecía estar delante del mejor de los abuelos, pues después de atenderme
prestando la atención que sólo requeriría una persona importante, me regaló
unos caramelos.
Desde entonces
de una manera u otra he vivido junto a él. En mis años de estudiante en el
colegio y después como miembro de la fraternidad de laicos escolapios.
Hace muy poco
se nos ha ido al cielo, discretamente, como siempre vivió. Sin grandes
ceremonias, como él celebraba, sin exagerados ornamentos, como siempre se
revestía.
Nos deja el
testimonio que dejan los santos: de profundo amor a Dios y a su Iglesia. Él lo
vivió como escolapio de primera. La imagen del “santo viejo” , San José de
Calasanz, se ha paseado por las calles de Albacete y por los pasillos de la casa
escolapia de esta ciudad durante muchos años. Ahora, según su deseo, descansa
en el Cementerio “Ntra. Sra. de Los Llanos” de Albacete, en el Panteón de los
Escolapios.
La Tierra de
nuestro querido Camposanto se ha enriquecido con las reliquias de un santo ,
nuestras memorias y corazones están surtidos de miles de recuerdos vividos
junto a él. Recuerdos tan sencillos como su persona.
Muchas cosas
ha hecho por nuestra ciudad de Albacete el Padre Ernesto. Entre ellas destaca
como una gran luz , los miles y miles de niños y jóvenes a los que también
educó.
También la
Semana Santa Albaceteña tiene mucho que agradecerle, pues fue él junto con el
P. Calasanz y D. José María Serrano los que fundaron la Cofradía de la “Entrada
Triunfal de Jesús en Jerusalén” (ahora Ntra. Sra. del Mayor Dolor).
La última vez que hablé con él,
hace apenas un mes, estaba en la casa de la Malvarrosa en Valencia, lo habían
llevado allí para que fuera mejor atendido. Me contaba que estaba mejor, que se
iba a recuperar para poder venir a mi ordenación diaconal: No ha podido ser,
pero mi alma encuentra paz al saber con total certeza que será desde el cielo
desde donde lo celebre.
Gracias Padre Camps por todo. Sé
que puedes hacerlo, por eso te pido que me ayudes, que intercedas ante el Jesús
que tanto amaste, para que yo sea capaz de vivir mi sacerdocio (si finalmente
el Señor me bendice con él) con la misma humildad y entrega que tú lo hiciste.
No te olvido. Te quiero. Nos
vemos!!!!
Este texto bien podría hacerlo escrito yo, y seguro que tantos y tantos niños que de igual manera que tú, sentimos en lo más profundo la marcha del padre Ernesto. Tuve la suerte de pasar muchísimas horas con él, desde niño hasta que acabó ni etapa en el colegio. Aún después pasaba a verlo, a saludar.
ResponderEliminarNo queria que llegará la hora de cerrar la secretaria, me gustaba ayudarle con los listados de alumnos.
Una noche pasé en clausura con los padres. Por aquel entonces estaban el padre Andrés, el padre Teodoro, el hermano Vicente, Paco Montesinos, que recuerdos. Fue Ernesto quien me mostró mi cuarto donde pasaría la noche. Humilde, cariñoso y mucho mejor persona. Yo tambien te quiero y ha sido duro descubrir que aunque quiera no podré saludarte en persona. Descansa en paz padre.
Al fin pude saber del Padre Ernesto Camps, despues de mas de 50 años de no olvidarle. Lo conocí en Managua cuando él residía en el Colegio Calasanz de Nicaragua y llegaba a oficiar misa a la Iglesia de San José. Aunque yo era monaguillo de varios sacerdotes, con él sentía exactamente lo que describes: me sentía querido como por un padre amoroso, cuando me preguntaba como me iba en la escuela, como estaban mis padres, que hacía en mis vacaciones o cuando me preguntaba "como estas chivito, tu me ayudarás hoy en la misa?". Siempre tuvo una palabra amable, un gesto cariñoso para mi, un niño de 10 o 12 años en aquel tiempo, que había crecido sin mi madre y con un padre presente pero nada afectivo. Cuando dejó de oficiar en esa iglesia nunca más supe de él. Siempre guardé en mi memoria a aquel joven sacerdote amable, flaco y alto que oraba en un rincón de la sacristía o que leía con suma devoción su breviario después de la misa. Hoy tengo 63 años y mi corazón se encoge de saber que ya no estas entre nosotros. Gracias padre Ernesto por tu presencia en mi vida. Gracias al Señor muestro Dios por haberme permitido conocerle.
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