Acabamos de escuchar una descripción de la ciudad santa, la Jerusalén
que desciende del cielo. Inevitablemente aparecen en nuestros corazones los
deseos por conocerla, por habitar algún día en ella. Hemos oído en otras
ocasiones que en ella no habrá llanto ni dolor, que Dios habitará en ella en
medio de su Pueblo. Hemos oído hoy que no necesitan la luz de la lámpara, ni
del sol, ni de la luna, porque la luz de Dios irradiará sobre ellos.
¡Qué ilusión saber que todos tenemos reservado un lugar en
esa ciudad! ¡Qué hermoso saber que Dios quiere que seamos sus invitados
especiales, dándose a todos por completo, porque todo lo llena Dios!
Con la ilusión de la promesa aparece, o debe aparecer también
la pregunta. ¿Cómo conseguir siquiera una pequeña habitación en esa ciudad?.
Que ciegos somos a veces, yo el primero. Que mal aprovechamos
las oportunidades, que se nos dan a diario. Nosotros especialmente,
seminaristas, llamados por Dios a seguirle de una forma radical, anunciando el Evangelio
con nuestra vida entera, dejamos marchitarse las flores que día tras día nos
ofrece el Señor. Son las flores de su Palabra, de su Cuerpo y su Sangre, de su
presencia en los hermanos y en los acontecimientos diarios.
Estamos subidos a un tren del que nos cuesta bajar.
Encantados de conocernos, pensamos que es nuestra forma de actuar la correcta,
que son los otros los que se equivocan, que nadie puede corregirnos, porque
nosotros ya lo sabemos todo. Muchas
veces ni siquiera tenemos un espacio para que Dios nos haga una corrección,
venimos a los momentos de oración ya organizados: Hoy me toca leer este santo,
hoy me toca rosario, hoy repaso mentalmente el examen de mañana… Tenemos la
seguridad de saberlo todo y qué pena… no sabemos nada.
Bien puede servirnos la imagen de la Virgen María en este mes
de Mayo, en este día de la Madre, en este tiempo de Pascua.
María no sabía nada, y es precisamente por eso, porque no sabe
nada, por lo que es elegida. Es por su humildad, por su pureza de corazón, por
lo que es elegida para la gran tarea que tenía que realizar: Traer a Dios al
Mundo.
Pero no cualquiera
podía traer a Dios al Mundo. Tenía que ser aquella que era pura, humilde,
buena, última. Aquella que no entendía nada , pero que lo guardaba todo en su
corazón. De Dios era y a Dios se lo ofrecía continuamente.
María, mujer habitada por Dios, La Jerusalén celestial, la
ciudad Santa, ciudad habitada por Dios. No nos damos cuenta??? Es esta la
llamada que estamos recibiendo a diario: Ser María, ser ciudad habitada por
Dios, iluminada por Dios. Porque en la medida en que nos dejemos habitar e
iluminar, seremos capaces de trasmitir la luz, de facilitar que Dios habite en
los otros.
Pero si ya lo sé todo, si ya nadie puede aportarme nada, si
ya tengo la medida del Dios que me interesa, de la misión que me interesa y de
la Iglesia que me interesa, entonces no dejo lugar a Dios en mi esquema. Es mi
esquema , no es el de Dios.
Pidamos a Dios que nos
transforme y nos dé un corazón como el de la Virgen María, capaz de decir SÍ,
aunque no nos guste, capaz de asumir lo que no entendemos, capaz de acoger a
Cristo.
Para eso estamos aquí. Queremos saber si de verdad, Dios nos
llama a ser sacerdotes. Estar aquí no nos lo asegura, pero si nos permite
descubrirlo con los medios que se ponen a nuestro alcance.
Cuando uno ve que el tiempo se acaba, que llega el momento de
saltar del nido, aparece el miedo, o al menos a mí me está pasando, y al hacer
la lectura de lo vivido, descubres que cuando te has dejado moldear por Dios
has sido su ciudad. Sin embargo cuando ha prevalecido la cabezonería o el
orgullo ha sido el demonio el que te ha convertido en su pequeño secuaz.
Dejemos que el Señor nos moldee y nos forme para poder algún
día ser como María habitados por Dios y hacer como María el gran milagro de
traer a Dios al Mundo.